LA
ORESTIADA
Esquilo
AGAMENÓN (fragmento)
Al partir Agamenón
para Troya, había prometido a Clitemnestra que le anunciaría por medio de hogueras la toma
de la ciudad el mismo día que sucediese. Desde entonces Clitemnestra
tenía puesto de atalaya a un siervo que debía estar en observación por si se
veían las señales. El atalaya ve la hoguera, y corre a anunciarlo a su señora.
La cual, con aquella nueva, viene a los ancianos que componen el coro de esta tragedia y les comunica el feliz suceso.
Poco después llega Taltibio, quien refiere todo lo acaecido en la
expedición. Por último, aparece Agamenón en su carro de guerra, seguido de
Casandra, que viene en otro carro, con todo
el botín y los despojos tomados al enemigo. El Rey se retira a su palacio
acompañado de Clitemnestra, y en tanto Casandra predice los crímenes que
han de ensangrentar aquella regia morada: su muerte, la de Agamenón y el
parricidio de Orestes. Acometida como de furor profético, arroja sus
ínfulas de sacerdotisa y corre al lugar donde sabe que va a morir. Y aquí entra
la parte de la acción más digna de
admirarse, y más apta para causar en los espectadores terror y compasión.
Esquilo hace verdaderamente que Agamenón sea muerto en escena. La muerte
de Casandra se consuma en silencio; pero después el poeta hace que
aparezca a la vista el cadáver de la infortunada. Y en conclusión,
presenta a Clitemnestra y a Egisto haciendo alarde de haber tomado los dos
venganza en una misma y única cabeza: ella, de la muerte de Ifigenia; él, de
los males que causó Atreo a su padre Tiestes.
AGAMENÓN:¡Socorredme!
¡Herido estoy con mortal herida en mitad del corazón!
PRIMER SEMICORO: ¡Silencio! ¿Quién gritó, herido de golpe
mortal?
AGAMENÓN: ¡Otra vez!
¡Herido estoy de nueva herida!
SEGUNDO SEMICORO: ¡Es
grito del Rey! Parece que un crimen se ha cometido. Deliberemos acerca de lo
que haremos.
PRIMER SEMICORO: Por
mi parte, os diré mi pensamiento: llamemos a los ciudadanos, para que,
acudiendo a la casa, traigan socorro.
SEGUNDO SEMICORO: Me
parece que valiera más que nos lanzásemos a la casa y castigásemos el crimen
espada en mano.
PRIMER SEMICORO: Consiento
en ello. Hay que obrar sin tardanza.
SEGUNDO SEMICORO: Hay
que ir a ver. En efecto, así comienzan los que aspiran a la tiranía.
PRIMER SEMICORO: El
tiempo perdemos; ¡y ellos pisotean el mérito de la prudencia, y no descansa su
mano!
SEGUNDO SEMICORO: No
sé qué aconsejaros: Pienso, no obstante, que vale más el consejo que la acción.
PRIMER SEMICORO: Yo
lo pienso también, que no tengo poder para lograr con palabras que los muertos
se alcen en pie.
SEGUNDO SEMICORO: Mas
¿hemos de sacrificar toda la vida a los violadores de esta casa, y han de ser
amos nuestros?
PRIMER SEMICORO: No
es soportable. Más vale morir. La muerte vale más que la sumisión a la tiranía.
SEGUNDO SEMICORO: Mas
¿qué prueba tenemos, a no ser ese grito lanzado, para afirmar que el Rey ha
sido muerto?
PRIMER SEMICORO: No
hay que afirmar sino con toda certidumbre. Lejos está la certidumbre de la
conjetura.
SEGUNDO SEMICORO: Tal
pienso yo. Hay que esperar a que sepamos con certeza lo que fue del Atrida.
CLITEMNESTRA: No me
avergonzaré al desmentir ahora las numerosas palabras que antes dije, por
conveniencia del momento. ¿De qué modo ha de prepararse la pérdida del que se
odia fingiéndole amor, para envolverle en una red de la que no pueda
desprenderse? En verdad, tiempo hace ya que pienso dar este combate. Aunque
tarde, al fin, llegó. Heme aquí en pie; le herí; está hecho. No he obrado antes
de que le fuese imposible defenderse contra la muerte y esquivarla. Le envolví
enteramente en una red sin escape, de coger pescado, en velo riquísimo, pero
mortal. ¡Por dos veces le he herido, y ha gritado por dos veces, y las fuerzas
se le han quebrantado, y, caído ya, le he herido con un tercer golpe, y el
Hades, guardador de muertos, se ha regocijado! Así es cómo, al caer, ha
entregado el alma. Jadeante, me ha regado con el surtidor de su herida, negro y
sangriento rocío, no menos dulce para mí que lluvia de Zeus para las mieses
cuando la espiga rompe su envoltura. He aquí los hechos. Ancianos argivos que
aquí estáis. Regocijaos, si os place. Yo de ello me alabo. Si conveniente fuera
verter libaciones por un muerto, ciertamente, pudiera hacerse en buena ley por
éste. Había colmado la crátera de esta mansión de crímenes execrables, y de
ella ha bebido a su regreso.
EL CORO DE LOS
ANCIANOS: Admiración causa la insolencia de tu lengua. ¡Te vanaglorias de
hablar así de tu marido!
CLITEMNESTRA: Me
tienes por mujer irresoluta, y yo os digo, con inquebrantable corazón, para que
lo sepáis: que me loéis o me vituperéis, poco importa. Este es Agamenón, mi
marido. Muerto está, y es mi mano la que justamente le hirió. Es obra buena.
Dicho está.
EL CORO DE LOS
ANCIANOS:
Estrofa I
¡Oh, mujer! ¿Qué fruta maldita de la
tierra comiste? ¿Qué veneno salido del mar bebiste para concitar de tal suerte
sobre ti, con tan horrendo crimen, las execraciones del pueblo? Has herido, has
degollado. ¡Horrible a los ciudadanos, serás arrojada de aquí!
CLITEMNESTRA: Deseas
ahora que se me arroje de la Ciudad, desterrada, cargada del odio de los
ciudadanos y de las execraciones del pueblo, y nada echas en cara a este
hombre, que ha sacrificado a su hija, sin cuidarse más de ella que de una oveja
de las que abundan en los pastizales, ¡de ella, de la carísima criatura que
traje al mundo, y para aplacar los vientos tracios! ¿No era él quien merecía ser arrojado de aquí, en
expiación de tanta impiedad? Mas, sabedor de lo que hice, juez inexorable te me
muestras. En verdad te digo que puedes amenazar, pronta estoy. El que logre la
victoria, mandará. Si un Dios ha resuelto tu derrota, por lo menos habrás
aprendido prudencia.
EL CORO DE LOS ANCIANOS
Antistrofa I
¡Hablas llena de
temeridad y de orgullo, y tu mente furiosa está ebria de sangre del crimen! Esa
mancha de sangre que hay en tu rostro está sin venganza; has de expiar,
abandonada de los tuyos, muerte con muerte.
CLITEMNESTRA
Atiende este
juramento sagrado: Por la justa venganza de mi hija, por Até, por Erinnis, a
quien he ofrecido la sangre de este hombre, no temo entrar nunca en la morada
del terror, mientras Egisto, que me tiene amor, encienda el fuego de mi hogar,
como ya antes de hoy lo ha hecho. Él es el amplio broquel que protege mi
audacia. ¡Ved, yacente, al que me ultrajaba, delicia de las Criseidas que
vivieron delante de Ilión! Y ved a la Cautiva, fatídica adivinadora, que
compartía su lecho, y vino con él en las naves. No han sido injustamente
heridos, y él, ya sabes cómo. Ella, como el cisne, ha cantado su canto de
muerte. ¡Yace también la muy amada! ¡Y ello aumenta los placeres de mi lecho!
LAS COÉFORAS (fragmento)
Cumpliendo las órdenes del Oráculo, vuelve
Orestes a su patria, acompañado del fiel Pílades, y llega al lugar donde se
alza el túmulo de Agamenón al tiempo que a él se encaminan las esclavas de
Clitemnestra, portadoras de las libaciones que la reina ofrece a los manes de
su esposo para conjurar los peligros con que en sueños se ha visto amenazada.
Se había unido a ellas Electra, a quien luego con vanas señales se da a conocer
Orestes. Satisfácese de todo cuanto ocurre, y ya advertido, dirígese a palacio
fingiéndose viajero focense, que al pasar por Daulia recibió encargo de
comunicar a los deudos del príncipe la nueva de su muerte. Cuando lo oye,
Egisto sale regocijado a certificarse de la verdad e, incontinenti, es muerto. Acude a sus ayes Clitemnestra, y también
pierde la vida a manos de su hijo, sin que le valgan las razones con que
intenta defenderse. Pero cometido el horrendo parricidio, las Furias se
apoderan de Orestes, el cual huye a Delfos, siempre perseguido por las tenaces
vengadoras. La escena es en Argos.
Componen el coro las doncellas que llevan las libaciones al túmulo de Agamenón.
ORESTES: ¡Así, pues,
tú, exterminadora de mi padre, habías de vivir conmigo!
CLITEMNESTRA: La
Moira, hijo, es la única culpable.
ORESTES: La Moira es
también la que va a degollarte.
CLITEMNESTRA: ¿No
temes las maldiciones de la madre que te concibió, hijo mío?
ORESTES: ¡Me
concebiste, y me arrojaste a la miseria!
CLITEMNESTRA: ¿Te
arrojé al enviarte a la hospitalidad de una morada?
ORESTES: ¡Vendido fui
por dos veces, yo, hijo de padre noble!
CLITEMNESTRA: ¿Y
dónde está el precio que recibí?
ORESTES: Vergüenza me
daría nombrártelo.
CLITEMNESTRA: No te
avergüences; mas di también las culpas de tu padre.
ORESTES: No acuses al
que penaba lejos, mientras tú permanecías sentada en la casa.
CLITEMNESTRA: ¡Infelicidad
grande es para una mujer estar lejos del marido, hijo mío!
ORESTES: El trabajo
del marido alimenta a la mujer sentada en la casa.
CLITEMNESTRA: Así,
pues, hijo mío, ¿te place matar a tu madre?
ORESTES: ¡No soy yo
quien te mata, eres tú misma!
CLITEMNESTRA: ¡Mira!
Teme a las iras furiosas de una madre.
ORESTES: ¿Y cómo evitaré
la de un padre, si no le vengo?
CLITEMNESTRA: Así,
pues, viva, ¿me lamento en vano al borde de la tumba?
ORESTES: El asesinato
de mi padre te impuso este destino.
CLITEMNESTRA: ¡Infeliz
de mí! Concebí y crié esta sierpe. ¡Verdad decía el sueño que me dio espanto!
ORESTES: Muerte diste
al padre, y el hijo te la dará.
EL CORO DE LAS
COÉFORAS: Lloremos aún este doble asesinato. Orestes, que tanto sufriera, acaba
de poner colmo a tantos crímenes. Empero, demos gracias con nuestras preces
porque no se haya extinguido el ojo de estas moradas.
LAS EUMÉNIDES (fragmento)
Perseguido por las
Erinnis llega Orestes a Delfos, desde donde, por consejo de Apolo, se encamina
a Atenas y se acoge al templo de Atena. Favorécele la diosa; vence en juicio, y
regresa a la ciudad de Argos, ya libre del todo. Las Erinnis se ablandan;
vuélvense propicias y reciben el nombre de Euménides.
CORO
DE LAS EUMÉNIDES: ¿Zeus, por lo
que dices, te había dictado el oráculo con el que mandaste a Orestes que
vengase la muerte de su padre, sin respeto a su madre?
APOLO:
No da lo mismo ver a una mujer degollar
a un valiente honrado con el cetro, don de Zeus, y a quien no han traspasado
las flechas lanzadas desde lejos, como las de las Amazonas. ¡Escúchame, Palas! Escuchadme
también vosotros, que venís a juzgar en esta causa. ¡Al volver de la guerra, de
donde traía numerosos despojos, ella le recibió con palabras lisonjeras, y en
el momento en que, habiéndose lavado, iba a salir del baño, le envolvió en
amplio velo y le hirió, teniéndole inextricablemente impedido! Tal ha sido la
suerte fatal de aquel hombre venerabilísimo, del Jefe de las naves. Digo que
tal ha sido, para que la mente de los que juzgan en esta causa sienta la
mordedura.
CORO
DE LAS EUMÉNIDES: A Zeus, según
tus palabras, más le irrita el asesinato de un padre que el de una madre. Pero
él mismo cargó de cadenas a su anciano padre Cronos. ¿Por qué no añadiste esto
a lo que has dicho?
Vosotros,
ya le oísteis; por testigos os tomo.
APOLO: ¡Oh, alimañas, las más abominables de
todas, aborrecidas por los Dioses! Pueden romperse cadenas; remedio hay para
ello y medios innumerables para libertarse de ellas; pero cuando el polvo ha absorbido
la sangre de un hombre muerto, ya no puede volverse a levantar. No ha enseñado
mi padre encantamientos que lo consigan, él, que, por encima y por debajo de la
tierra, manda y lo pone todo en movimiento, y cuyas fuerzas son siempre
iguales.
CORO
DE LAS EUMÉNIDES: Pero ¿cómo has de defender la inocencia de este hombre? ¡Mira!
Después de haber vertido la sangre de su madre, su sangre propia, ¿podrá vivir
en Argos en la casa de su padre? ¿En qué altares públicos sacrificará? ¿Qué
fratría le dará lugar en sus libaciones?
APOLO: Esto diré, mira si hablo bien. No es la
madre quien engendra al que se llama hijo suyo; no es ella sino la nodriza del
germen reciente. El que obra es el que engendra. Recibe la madre el germen, y
lo conserva, si place a los Dioses. He aquí la prueba de mis palabras: puede
haber padre sin madre. La hija de Zeus Olímpico me sirve aquí de testimonio. No
se ha nutrido en las tinieblas de la matriz, porque Diosa ninguna hubiera
podido producir tal hija... Yo, Palas, entre otras cosas, engrandeceré tu
ciudad y tu pueblo. He enviado a tu morada este suplicante, para que en todo
tiempo esté consagrado a ti. ¡Acéptale por aliado, ¡oh, Diosa! a él y a sus
descendientes, y guárdente éstos, eterna fe!
Expiar: Padecer trabajos a causa de desaciertos o malos
procederes.
Mieses: Conjunto de sembrados de un valle.
Ayes: Para expresar muchos y muy diversos movimientos del ánimo, y
más ordinariamente aflicción o dolor.
Lisonjeras:
Que agrada y deleita.
Fratría: Entre los antiguos griegos, subdivisión de una tribu que
tenía sacrificios y ritos propios.