ENTREVISTA CON EL VAMPIRO DE ANN RICE
FRAGMENTOS
Ya veo... —dijo el vampiro, pensativo, y lentamente cruzó la habitación hacia la
ventana. Durante largo rato, se quedó allí contra la luz mortecina de la calle
Divisadero y los focos intermitentes del tránsito. El muchacho pudo ver entonces los
muebles del cuarto con mayor claridad: la mesa redonda de roble, las sillas. Una palangana
colgaba de una pared con un espejo. Puso su portafolio en la mesa y esperó.
—Pero, ¿cuánta cinta tienes aquí? —preguntó el vampiro y se dio la vuelta para que el
muchacho pudiera verle el perfil—. ¿Suficiente para la historia de una vida?
—Desde luego, si es una buena vida. A veces entrevisto hasta tres o cuatro personas en
una noche si tengo suerte. Pero tiene que ser una buena historia. Eso es justo, ¿no le parece?
—Sumamente justo —contestó el vampiro—. Me gustaría contarte la historia de mi vida. Me
gustaría mucho.
—Estupendo —dijo el muchacho. Y rápidamente sacó el magnetófono de su portafolio y
verificó las pilas y la cinta—. Realmente tengo muchas ganas de saber por qué cree usted en
esto, por qué usted...
—No —dijo abruptamente el vampiro—. No podemos empezar de esa manera. ¿Tienes ya
el equipo dispuesto?
—Sí —dijo el muchacho.
—Entonces, siéntate. Voy a encender la luz.
—Yo pensaba que a los vampiros no les gustaba la luz —dijo el muchacho—. Sí usted cree
que la oscuridad ayuda al ambiente... —Pero en ese momento dejó de hablar. El vampiro lo
miraba dando la espalda a la ventana. El muchacho ahora no podía distinguir la cara e incluso
había algo en su figura que lo distraía. Empezó a decir algo, pero no dijo nada. Y luego echó un
suspiro de alivio cuando el vampiro se acercó a la mesa y extendió la mano al cordón de la luz.
De inmediato la habitación se inundó de una dura luz amarilla. Y el muchacho, mirando al
vampiro, no pudo reprimir una exclamación. Sus dedos bailotearon por la mesa para asirse al
borde.
—¡Dios santo! —susurró, y luego, contempló, estupefacto, al vampiro.
El vampiro era totalmente blanco y terso como si estuviera esculpido en hueso blanqueado;
y su rostro parecía tan exánime como el de una estatua, salvo por los dos brillantes ojos
verdes, que miraban al muchacho tan intensamente como llamaradas en una calavera. Pero,
entonces, el vampiro sonrió, casi anhelante, y la sustancia blanca y tersa de su rostro se movió
con las líneas infinitamente flexibles pero mínimas de los dibujos animados.
—¿Ves? —preguntó en voz queda.
El muchacho tembló y levantó una mano como para defenderse de una luz demasiado
poderosa. Sus ojos se movieron lentamente sobre el abrigo negro elegantemente cortado que
sólo había podido vislumbrar en el bar, los extensos pliegues de la capa, la corbata de seda
negra anudada al cuello y el resplandor del cuello blanco, que era tan blanco como la piel del
vampiro. Miró el abundante pelo negro del vampiro, las ondas que estaban peinadas hacia
atrás encima de las orejas, los rizos que apenas tocaban los bordes del cuello blanco.
—Bien, ¿aún me quieres entrevistar? —preguntó el vampiro.
El muchacho abrió la boca antes de poder contestar. Movió afirmativamente la cabeza.
—Sí —dijo por fin.
El vampiro tomó asiento lentamente frente a él e, inclinándose, le dijo cortés,
confidencialmente:
—No tengas miedo. Simplemente haz funcionar las cintas.
Y luego se estiró por encima de la mesa. El muchacho retrocedió y le corrió el sudor a
ambos costados de la cara. El vampiro le agarró un hombro con una mano y le dijo:
—Créeme, no te haré daño. Quiero esta oportunidad. Es más importante para mí de lo que
te puedes imaginar. Quiero que empieces.
Retiró la mano y se sentó cómodamente, esperando.
El chico tardó un momento en secarse la frente y los labios con un pañuelo, en tartamudear
que el micrófono estaba listo, en apretar los botones y decir que el aparato ya estaba en
funcionamiento.
—Usted no siempre fue un vampiro, ¿verdad? —preguntó.
—No —contestó el vampiro—, era un hombre de veinticinco años cuando me convertí en un
vampiro, y eso sucedió en mil setecientos noventa y uno.
El chico quedó perplejo por la precisión de la fecha y la repitió, antes de preguntar:
—¿Y eso cómo sucedió?
—Hay una respuesta muy simple. No creo que me gustara dar una respuesta tan fácil —dijo
el vampiro—. Prefiero contar la historia verdadera...
—Sí —dijo rápidamente el muchacho. Se pasaba una y otra vez el pañuelo por los labios.
—Hubo una tragedia... —comenzó a decir el vampiro—. Fue mi hermano menor. Murió. —Y
entonces se detuvo, y el chico se aclaró la garganta y se secó la cara nuevamente antes de
meterse el pañuelo casi con impaciencia en el bolsillo.
—No le hace sufrir, ¿no? —preguntó tímidamente.
—¿Te parece? —preguntó el vampiro—. No. —Sacudió la cabeza—. Sólo se trata de que
he contado esta historia a una sola persona. Y eso sucedió hace tiempo. No, no me hace
sufrir...
»... Entonces vivíamos en Luisiana. Habíamos recibido tierra para colonizar y pusimos dos
plantaciones de índigo en el Mississippi, muy cerca de Nueva Orleans...
—Mi último amanecer —dijo el vampiro—. Esa mañana, yo todavía no era un vampiro. Y
presencié mi última madrugada.
»La recuerdo claramente; sin embargo, pienso que antes no me había acordado de ningún
amanecer. Recuerdo que primero la luz llegó a las puertas vidrieras, algo pálido detrás de las
cortinas de lazo, y luego un rayo cada vez más grande y más brillante se paseó entre las hojas
de los árboles. Por último, el sol traspasó las mismas ventanas y el lazo quedó en sombras
desde el suelo de piedra y, en todas partes, se veía la forma de mi hermana, que aún dormía,
sombras de la cortina en el mantón sobre sus hombros y cabeza. Tan pronto como sintió el
calor, se quitó el mantón de encima, pero sin despertarse, y luego el sol brilló sobre ella, que
apretó los párpados. El resplandor alcanzó la mesa donde descansaba su cabeza sobre los
brazos, y la luz destelló, ardiente, en el agua de la jarra. Y la pude sentir en mis manos, sobre
el marco de la ventana, y luego en mi rostro. Me quedé en cama pensando en todo lo que me
había dicho el vampiro y fue entonces cuando me despedí del alba y me fui a convertir en un
vampiro. Fue... mi último amanecer.
El vampiro volvió a mirar la ventana. Y, cuando dejó de hablar, el silencio fue tan súbito que
al muchacho le pareció oírlo. Luego pudo escuchar los ruidos de la calle. El ruido de un camión
era ensordecedor. El cordón de la luz tembló debido a las vibraciones. Luego el camión dejó de
oírse.
»Pero no hubo tiempo para adquirir ese valor. O debo decir que no hubo tiempo en el plan
de Lestat para ninguna otra cosa que no fuera su plan.
»—Ahora, escúchame, Louis —dijo, y se sentó a mi lado en los escalones; sus movimientos
fueron tan elegantes y personales que, de inmediato, me hizo pensar en un amante.
»Retrocedí. Pero me puso el brazo derecho encima y me acercó a su pecho. Jamás había
estado tan cerca de él y, en la luz mortecina, pude ver el magnífico esplendor de sus ojos y la
máscara sobrenatural de su piel. Cuando traté de moverme, me apretó los labios con los dedos
y me dijo:
»—Quédate quieto. Ahora te voy a desangrar hasta que casi mueras, y quiero que estés
quieto, tan quieto que puedas oír el flujo de tu misma sangre en mis venas. Son tu conciencia y
tu voluntad las que deben mantenerte vivo.
»Quise rechazarlo, pero hizo tal presión con sus dedos que me dominó y, tan pronto como
dejé mi abortado intento de rebelión, hundió sus dientes en mi cuello.
Al muchacho se le agrandaron los ojos. Se había hundido cada vez más en su silla mientras
hablaba el vampiro y ahora tenía la cara tensa, los ojos entrecerrados, como si estuviera
aprestándose a lanzar un golpe.
—¿Alguna vez has perdido gran cantidad de sangre? —preguntó el vampiro—. ¿Has tenido
esa sensación?
Los labios del muchacho formaron el sonido no, pero no le salió ningún sonido por la boca.
Carraspeó.
—No —dijo.
—Las velas ardían en la sala del piso superior, donde habíamos planeado la muerte del
superintendente. Una lámpara de petróleo oscilaba con la brisa en la galería. Toda esta luz se
hizo una sola y empezó a brillar como si una presencia dorada flotara encima, suspendida en el
hueco de la escalera, suavemente enredada en las barandillas, girando y contrayéndose como
el humo.
»—Escucha, mantén los ojos abiertos —me susurró Lestat, con sus labios moviéndose
apretados contra mi cuello. Recuerdo que ese movimiento de labios me puso de punta todos
los pelos de mi cuerpo; envió una comente sensual por mi cuerpo que no fue muy diferente al
placer de la pasión...
Meditó, con los dedos apenas doblados bajo la barbilla y el índice que parecía golpear
suavemente.
—El resultado fue que al cabo de unos minutos, yo estaba paralizado por la debilidad.
Aterrado, descubrí que ni siquiera podía hablar. Lestat aún me aferraba, por supuesto, y el
peso de su brazo era como una barra de hierro. Sentí que retiraba los dientes con tal celeridad
que los dos agujeros parecieron enormes; y sentí dolor. Y entonces se agachó sobre mi cabeza
indefensa y, quitándome el brazo derecho de encima, se mordió su propia muñeca. La sangre
se derramó encima de mi camisa y de mi abrigo y él la contempló con ojos brillantes y
entrecerrados. Pareció que la miraba durante una eternidad, y el resplandor de la luz ahora
colgaba detrás de su cabeza como el trasfondo de una aparición. Pienso que supe lo que
pensaba hacer antes de que lo hiciera. Y yo esperaba, en mi estado indefenso, como si lo
hubiera estado esperando hacía años. Me puso su muñeca ensangrentada contra los labios y
dijo con firmeza, con algo de impaciencia:
»—Louis, bebe.
»Y lo hice.
»—Con calma —me susurró—. Más aprisa —dijo luego.
»Yo bebí, chupando la sangre de la herida, experimentando por primera vez desde mi
infancia el placer de chupar los alimentos, con el cuerpo concentrado en una sola fuente vital.
Entonces sucedió algo.
El vampiro se apoyó en el respaldo de la silla y frunció un poco el entrecejo.
—Qué patético resulta describir cosas que verdaderamente no pueden describirse —dijo, y
su voz fue casi un susurro. El muchacho quedó inmóvil, como si estuviera congelado—. Lo
único que vi fue esa luz cuando chupaba la sangre. Y entonces esa cosa... fue un sonido. Al
principio un rugido apagado y luego como el tam-tam de un tambor cada vez más frecuente,
como si una criatura inmensa se me viniera encima lentamente a través de un bosque oscuro y
desconocido, golpeando un gigantesco tambor. Y luego se oyó el sonido de otro tambor, como
si otro gigante se acercara detrás del primero, concentrado en su propio tambor, sin prestar la
más mínima atención al ritmo del anterior. El sonido se hizo cada vez más fuerte, hasta que
pareció no sólo llenar mis oídos sino todos mis sentidos; estaba latiendo en mis labios, mis
dedos, en la piel de mis sienes, en mis venas. Sobre todo, en mis venas, un tambor y luego
otro tambor; y entonces, de improviso, Lestat alzó la muñeca y yo abrí los ojos y, en aquel
instante, me tuve que dominar para no agarrarle la muñeca y ponérmela de nuevo en la boca a
cualquier costo; me dominé porque me di cuenta de que el tambor había sido mi corazón y el
segundo tambor había sido el suyo. —El vampiro suspiró—. ¿Comprendes?
Esta noche quiero un niño. Yo soy como una madre... ¡Quiero un niño!
»Tendría que haber sabido lo que deseaba. No lo sabía. Me tenía hipnotizado, encantado.
Jugaba conmigo como lo había hecho cuando yo era un mortal; me guiaba. Me decía:
»—Tu dolor terminará.
»Habíamos llegado a una calle de ventanas iluminadas. Era un lugar de pensiones de
marineros y de portuarios. Entramos por una puerta angosta; y entonces, en el pasillo de piedra
en el que podía oír mi propia respiración como el viento, avanzó pegado a la pared hasta que
su sombra se superpuso a la sombra de otro hombre, sus cabezas gachas y juntas, sus
susurros como el crujido de las hojas secas.
»—¿Qué es?
»Me acerqué a él cuando volvió, temeroso de que la excitación que sentía en mí
desapareciese. Y vi nuevamente el paisaje de pesadilla que había visto cuando hablé con
Babette; sentí el frío de la soledad, el frío de la culpabilidad.
»—¡Ella está aquí! —dijo él—. La herida. ¡Tu hija!
»—¿De qué hablas? ¿Qué estás diciendo?
»—La has salvado —me susurró—. Yo lo sabía. Dejaste frente a la ventana abierta a ella y
a su madre muerta, y la gente que pasaba por la calle la trajo aquí.
»—La niña..., ¡la pequeña! —dije. Pero él ya me llevaba por la puerta hasta el final de la
larga hilera de camas de madera, cada una con un niño bajo una angosta sábana blanca; había
un candil al fondo de la sala, donde una enfermera estaba inclinada sobre un escritorio.
Caminamos por el pasillo entre las hileras.
»—Niños muertos de hambre, huérfanos —dijo Lestat—. Hijos de la plaga y de la fiebre.
»Se detuvo. Yo vi a la pequeña en una cama. Y luego vino el hombre y habló con Lestat;
¡qué cuidado por la pequeña dormida! Alguien lloraba en la habitación. La enfermera se puso
de pie y se apresuró.
»Y entonces el médico se agachó y arropó a la niña con la manta. Lestat había sacado
dinero del bolsillo y lo puso sobre el pie de la cama. El médico dijo lo contento que estaba por
el hecho de que nosotros hubiéramos ido a buscarla. Explicó que la mayoría de ellos eran
huérfanos; venían en los barcos; a veces huérfanos demasiado pequeños para decir qué
cadáver era el de su madre. Pensaba que Lestat era el padre.
»Y, en unos pocos instantes, Lestat corría por las calles con ella; la blancura de la manta
brillaba contra su capa negra; e incluso para mi visión experta, mientras corría detrás de él, a
veces parecía como si la manta flotara en medio de la noche sin que nadie la sostuviera, una
forma movediza volando en el viento como una hoja vertical y enviada por un pasaje, tratando
de encontrar el viento y al mismo tiempo volando.
»Finalmente conseguí alcanzarlo cuando llegamos a las lámparas cerca de la Place
d'Armes. La niña descansaba pálida sobre su hombro; sus mejillas aún llenas como cerezas,
aunque estaba desangrada y próxima a la muerte. Abrió los ojos, o más bien sus párpados se
corrieron hacia atrás, y bajo las largas cejas vi unas rayas blancas.
»—Lestat, ¿qué estás haciendo? ¿A dónde la llevas? —le pregunté.
»Pero yo lo sabía. Se encaminaba al hotel y pretendía llevarla a nuestra habitación.
»Los cadáveres estaban tal cual los habíamos dejado; uno meticulosamente echado en el
ataúd como si un sepulturero se hubiera ocupado de la víctima; el otro en la silla, delante de la
mesa. Lestat pasó a su lado como si no los viese, mientras que yo los contemplé con
fascinación. Todas las velas se habían consumido y la única luz venía de la luna y de la calle.
Pude ver su perfil helado y resplandeciente cuando puso a la niña sobre la almohada.
»—Ven aquí, Louis; tú no te has alimentado lo suficiente. Lo sé —dijo con la misma voz
calma y serena que había usado toda la noche con tanta habilidad; me tomó de la mano, y la
suya estaba cálida y punzante—. ¿La ves, Louis, cuan dulce y saludable parece, como si la
muerte no le hubiera arrancado la frescura? ¡La voluntad de vivir es tan poderosa! ¿Recuerdas
cómo la querías tener cuando la viste en esa habitación?
»Me resistí. No quería matarla. No había querido hacerlo la noche anterior. Y entonces, de
improviso, recordé dos cosas conflictivas y me sentí golpeado por el dolor: recordé el poderoso
palpitar de su corazón contra el mío y tuve deseos de poseerlo; unos deseos tan fuertes que di
la espalda a la cama y hubiese salido corriendo de la habitación si Lestat no me hubiera
agarrado; y recordé el rostro de su madre y ese momento de horror cuando dejé caer a la
criatura y él entró en la habitación. Pero ahora no se estaba burlando de mí; me estaba
confundiendo.
»—Tú la quieres, Louis. ¿No ves que una vez que la has poseído, entonces puedes poseer
a quien quieras? Anoche la deseaste, pero no tuviste el valor suficiente, y por eso ahora ella
está viva.
»Pude sentir que lo que él decía era verdad. Pude volver a sentir el éxtasis de tener su
pequeño corazón latiendo.
»—Es demasiado fuerte para mí... su corazón; no cede —le dije.
»—¿Es tan fuerte? —dijo, y sonrió; me acercó a la niña—. Cógela, Louis —me instó—. Yo
sé que tú la deseas.
»Y lo hice. Me acerqué a la cama y la observé. El pecho apenas se le movía y una de sus
manitas estaba enredada en su cabello largo y rubio. No pude soportarlo, mirándola, queriendo
que no muriera y deseándola al mismo tiempo; y, cuanto más la miraba, más podía saborear su
piel, sentir mi brazo cayendo por debajo de su espalda y atrayéndola hacia mí, sentir su cuello
suave. Suave, suave, eso era lo que era, suave. Traté de decirme que era mejor que muriera
—¿en qué se iba a convertir?—, pero ésas fueron ideas mentirosas. ¡Yo la deseaba! Y, por lo
tanto, la tomé en mis brazos y puse su mejilla ardiente contra la mía, su cabello cayendo
encima de mis muñecas y acariciando mis cejas; el dulce aroma de una niña, poderoso y
pulsante pese a la enfermedad y la muerte. Gimió entonces, se sacudió en su sueño y eso fue
superior a lo que podía soportar. La mataría antes de permitirle despertar, y yo lo sabía.
Busqué su cabello y oí que Lestat me decía extrañamente:
»—Nada más que un pequeño rasguño. Es un cuello pequeño.
»Y yo le obedecí.
»No te repetiré lo que fue, salvo que me excitó del mismo modo que antes, como siempre
hace el matar, sólo que más; se me doblaron las rodillas y casi caigo en la cama, mientras la
desangraba, y aquel corazón latía como si jamás cesara de hacerlo. Y, de repente, cuando yo
seguía y seguía... esperando, con todos mis instintos, que empezara a detenerse, lo que
significaba la muerte, Lestat me la arrancó.
»—¿Dónde está mi mamá? —preguntó la niña en voz baja. Su voz era igual a su belleza
física, clara como una campanilla de plata. Era sensual. Toda ella era sensual. Tenía los ojos
tan grandes y claros como Babette. Comprenderás que yo apenas tenía conciencia de lo que
todo esto significaría. Sabía lo que podría significar, pero estaba estupefacto. Entonces Lestat
se puso de pie, la levantó y se acercó a mí.
»—Ella es nuestra hija —dijo—. Va a vivir con nosotros.
»La miró radiante, pero sus ojos estaban fríos, como si todo fuera una broma horrible;
entonces me miró y su rostro demostró convicción. La empujó en mi dirección. Ella se puso
sobre mis rodillas, y yo la abracé sintiendo lo suave que era, la suavidad de su piel, como la
piel de una fruta cálida, de ciruelas calentadas por el sol; sus grandes ojos luminosos se fijaron
en mí con confiada curiosidad.
»—Éste es Louis y yo soy Lestat —le dijo él, poniéndose a su lado. Ella miró en derredor y
dijo que era una habitación bonita, muy bonita, pero que quería a su mamá. Él sacó un peine y
empezó a peinarla, con los rizos en la mano para no tirar de sus cabellos; su pelo se desenredó
y parecía de seda. Era la niña más hermosa que yo jamás había visto y ahora deslumbraba con
el fuego frío de un vampiro. Sus ojos eran los ojos de una mujer. Se volvería blanca y solitaria
como nosotros, pero no perdería sus formas. Comprendí ahora lo que Lestat había dicho de la
muerte, lo que significaba. Le toqué el cuello, donde dos heridas rojas sangraban un poco.
»—Tu mamá te ha dejado con nosotros. Ella quiere que seas feliz —le decía él con una
confianza inconmensurable—. Ella sabe que te podemos hacer muy feliz.
»—Quiero un poco más —dijo ella, mirando el cadáver en el suelo.
»—No, esta noche, no. Mañana por la noche —dijo Lestat. Y fue a retirar a la dama de su
ataúd. La niña saltó de mis rodillas y yo la seguí. Se quedó observando mientras Lestat puso
en la cama a las dos mujeres y al esclavo. Les subió la manta hasta la barbilla.
»—¿Están enfermos? —preguntó la niña.
»—Sí, Claudia —dijo él—. Están enfermos y están muertos. ¿Ves?, ellos mueren cuando
bebemos de ellos.
»Se acercó a ella y la volvió a abrazar. Nos quedamos los dos con ella en medio. Yo estaba
hipnotizado por su presencia, por ella transformada, por cada gesto suyo. Ya no era más una
niña; era una vampira.
»—Ahora Louis iba a abandonarnos —dijo Lestat, moviendo sus ojos de mi rostro al de
ella—. Se iba a ir. Pero ahora no lo hará. Porque quiere quedarse y ocuparse de ti y hacerte
feliz. —Me miró—. Vas a cuidar de ella, ¿verdad, Louis?
»—¡Tú, hijo de perra! —le espeté—. ¡Maldito!
»—¡Semejante lenguaje delante de nuestra hija! —dijo él.
»—Yo no soy vuestra hija —dijo ella con su voz de plata—. Soy la hija de mi mamá.
»—No, querida, ya no —le dijo él; miró a la ventana y luego cerró el dormitorio y puso la
llave en la cerradura—. Eres nuestra hija; la hija de Louis y la mía, ¿comprendes? Bien, ¿con
quién quieres dormir? ¿Con Louis o conmigo? Quizá quieras dormir con Louis. Después de
todo, cuando estoy cansado... no soy tan bueno.
El vampiro se detuvo. El muchacho no dijo nada.
»Y encontraba placer en atenderla. Ella se olvidó de inmediato de sus cincos años de vida
mortal. O al menos así lo parecía, ya que era misteriosamente tranquila y reservada. Y, de
tanto en tanto, yo temía que hasta hubiese perdido los sentidos, que la enfermedad de su vida
mortal, combinada con el gran traumatismo del vampirismo, le pudieran haber robado la razón;
pero eso estuvo muy lejos de la realidad. Simplemente, era tan diferente a Lestat o a mí que yo
no la podía entender; porque, aunque era pequeña, ya era una fiera asesina capaz de una
búsqueda incesante de sangre con la imperiosidad de un niño. Y aunque Lestat aún me
amenazaba con hacerle daño, a ella no se lo hacía, sino que era cariñoso, orgulloso de su
hermosura, ansioso por enseñarle que debíamos matar para vivir y que nosotros no podíamos
morir jamás.
»—Es verdad —dijo, sorprendiéndome, profundizando mi tristeza, mi desesperación.
»—Entonces, Dios no existe... ¿No tienes conocimiento de su existencia?
»—Ninguno —dijo.
»—Ningún conocimiento —repetí, indiferente a mi simplicidad, a mi miserable dolor humano.
»—Ninguno.
»—¿Y ningún vampiro de aquí ha tenido contacto con Dios o con el demonio?
»—Ningún vampiro que yo haya conocido —dijo, pensativo, y el fuego danzaba en sus
ojos—. Y, por lo que sé, después de cuatrocientos años, soy el vampiro más viejo del mundo.
»Lo miré, atónito.
Entonces empecé a comprender. Era como siempre me había temido, y era ya un solitario,
sin la menor esperanza. Las cosas continuarían como antes y continuarían y continuarían...
Mi búsqueda había terminado. Me recosté en el respaldo, mirando en silencio las llamas.
»Era inútil que siguiera hablando, inútil viajar por todo el mundo para volver a oír la misma
historia.
»— ¡ Cuatrocientos años!
»Creo que repetí las palabras: "cuatrocientos años". Recuerdo que seguí mirando al fuego.
Había un leño que caía lentamente en el fuego, resbalando en un proceso que había tardado
toda la noche, y estaba lleno de pequeños agujeros con una sustancia ígnea que lo había
atravesado de punta a punta, y ahora se consumía rápidamente. Y en cada uno de esos
agujeros diminutos bailaba una llamita entre las llamas más grandes; y todas esas llamitas con
sus bocas oscuras me parecieron rostros que formaban un coro; y el coro cantó sin cantar; en
el aliento del fuego, que era continuo, entonaba su canción muda.
»De repente, Armand se movió y escuché el roce de sus ropas y sentí su sombra, cuando
quedó de rodillas a mis pies, con sus manos estiradas hasta mi cabeza y los ojos encendidos.
»—El demonio, el concepto demoníaco, ¡proviene de la desilusión, de la amargura! ¿No te
das cuenta? ¡Criaturas de Satán! ¡Criaturas de Dios! ¿Es ésa la única pregunta que me traes,
es ése el único poder que te obsesiona, el que nos transforma en dioses y demonios, cuando el
único poder que existe está dentro de nosotros mismos? ¿Cómo puedes creer en esas
mentiras fantásticas y antiguas, esos mitos, esos emblemas de lo sobrenatural?
»Agarró al demonio colocado encima de la inmóvil Claudia con un gesto tan veloz que no lo
pude ver. Sólo vi la sonrisa maléfica del demonio ante mí y luego sus crujidos en las llamas.
»Algo se rompió en mi interior cuando él dijo eso; algo se desgarró de modo que un torrente
de sentimientos se precipitó sobre todos mis músculos. Me puse de pie, alejándome de él.
»—¿Estás loco? —le pregunté, atónito ante mi propio enfado, mi propia desesperación—.
Aquí estamos nosotros dos, inmortales, eternos, levantándonos cada noche para alimentar esa
inmortalidad con sangre humana; y allí, sobre tu escritorio, apoyada en el conocimiento de los
siglos, está una niña pura tan demoníaca como nosotros; ¡y me preguntas cómo puedo creer
que encontraría un significado en lo sobrenatural! ¡Te digo, después de haber visto lo que soy,
que bien podría creer en cualquier cosa! ¿No podrías tú? Al creer, al estar así confundido,
puedo ahora aceptar la verdad más fantástica de todas: ¡que todo esto no tiene el más mínimo
sentido!
»Entonces vi algo a través del portal abierto, algo que había visto antes, hacía mucho,
muchísimo tiempo. Nadie sabía que lo había visto antes. No, Lestat lo sabía, pero no
importaba. Ahora no lo reconocería ni lo entendería. Que yo y él hubiéramos visto esa cosa, los
dos de pie en la puerta de esa cocina de ladrillos en la rué Royale, dos cosas encogidas que
habían tenido vida, madre e hija abrazadas, la pareja asesinada en el suelo de la cocina. Pero
estas dos que yacían bajo la suave lluvia eran Madeleine y Claudia, el hermoso pelo rojo de
Madeleine se mezclaba con el rubio de Claudia, que se estremecía y brillaba en el viento que
pasaba por la puerta abierta. Lo único viviente que no había sido quemado era el pelo, no el
largo y vacío vestido de terciopelo, no la pequeña camisa manchada de sangre con sus lazos
blancos. Y la cosa ennegrecida, quemada, que era Madeleine aún tenía la estampa de su
rostro vivo y la mano que se aferraba a la niña era totalmente como la mano de una muñeca.
Pero la niña, la antigua, niña, mi Claudia, era cenizas.
»Di un grito, un grito salvaje y amenazador que salió de las entrañas de mi ser, elevándose
como el viento en ese espacio angosto, el viento que sacudía la lluvia que caía sobre esas
cenizas, golpeando las huellas de una pequeña mano contra los ladrillos, el pelo rubio que se
elevaba, esos sueltos mechones que flotaban, volando hacia arriba. Recibí un golpe cuando
aún gritaba, y me aferré a algo que creí que era Santiago. Lo golpeaba, lo destruía, retorcía esa
sonriente cara blanca con unas manos de las que él no se podía liberar, manos contra las que
luchó, gritando y mezclando sus gritos con los míos. Sus pies pisaron esas cenizas cuando le
di un gran empujón; mis ojos seguían enceguecidos por la lluvia, por mis lágrimas, hasta que él
se alejó de mí y fue entonces cuando él estiró su brazo para atajarme y pude verlo: era Armand
contra quien yo luchaba. Armand, que me empujaba y me alejaba de esa pequeña fosa y me
metía en el remolino de colores del salón, de los gritos, de las voces entremezcladas, de esa
risa plateada, penetrante.
»Y Lestat me llamaba:
»—¡Louis, espérame; Louis, debo hablarte!
»Pude ver los ojos profundos y marrones cerca de mí. Me sentí débil y vagamente
consciente de que Claudia y Madeleine estaban muertas, y su voz decía suavemente, quizá sin
sonidos:
»—No pude evitarlo, no pude evitarlo...
»Seguí caminando y me detuve ante la entrada del Louvre. Al principio me pareció que sus
muchas ventanas eran oscuras y plateadas con la luz de la luna y la llovizna. Pero entonces me
pareció ver una luz débil que se movía en el interior, como si un guardia caminara entre esos
tesoros. Y tercamente fijé mis pensamientos en él, en ese guardián, calculando cómo un
vampiro podía atacarlo, arrebatarle la vida y la linterna, y las llaves. El plan era una confusión.
Era incapaz de planes. Sólo había hecho un único plan en mi vida y lo había terminado.
»Y entonces, por último, me rendí. Volví a Armand y dejé que sus ojos penetraran en los
míos y lo dejé acercarse como si quisiera hacerme su víctima. Bajé la cabeza y sentí su brazo
firme sobre mi hombro. Y, súbitamente, recordando las palabras de Claudia que casi habían
sido sus últimas palabras —la admisión de que ella sabía que yo podía amar a Armand porque
había sido capaz incluso de amarla a ella—, esas palabras me parecieron ricas e irónicas, más
llenas de significado de lo que ella se pudo haber imaginado.
»—Sí —le dije en voz baja—, éste es el máximo mal: que hasta podamos llegar tan lejos
como amarnos, tú y yo. ¿Y quién más nos podría mostrar una partícula de amor, una pizca de
compasión o misericordia? ¿Quién más, conociéndonos como nosotros nos conocemos, podría
hacer algo más que destruirnos? Y, sin embargo, nos podemos amar.
»Durante largo rato se quedó mirándome, acercándose inclinando su cabeza poco a poco a
un lado, y abriendo los labios como a punto de hablar. Pero sólo sonrió y sacudió la cabeza
suavemente para confesar que no comprendía.
»Yo ya no pensaba más en él. Tuve uno de esos raros momentos en que parecí no pensar
en nada. Mi mente era informe. Vi que se había detenido la lluvia. Vi que el aire estaba claro y
frío. Que la calle estaba iluminada. Y quise entrar en el Louvre. Formé palabras para decírselo
a Armand, preguntarle si podía ayudarme a hacer todo lo necesario para pasar la noche en el
Louvre.
»Consideró que era una petición muy simple. Únicamente dijo que se preguntaba por qué
había esperado yo tanto tiempo.
»Nos fuimos de París poco tiempo después —siguió relatando el vampiro—. Le dije a
Armand que quería regresar al Mediterráneo; no a Grecia, como había soñado tanto tiempo,
sino a Egipto. Quería ver el desierto y, más importante todavía, quería ver las pirámides y las
tumbas de los reyes. Quería tomar contacto con esos ladrones de tumbas que saben más de
ellas que los académicos, y quería descender a las tumbas todavía vírgenes y ver cómo
estaban enterrados esos reyes, y las pinturas en los muros. Armand estaba más que dispuesto.
Y partimos de París a primera hora de un atardecer, sin el menor indicio de ceremonia.
El muchacho gemía, tenía el labio inferior suelto y tembloroso como con náusea. Gimió más
fuerte y se le cayó la cabeza hacia atrás y los ojos le dieron vueltas. El vampiro lo puso en la
silla con suavidad. El muchacho trataba de hablar y las lágrimas que le brotaron ahora de los
ojos parecieron provenir tanto del esfuerzo como de todo lo demás. Se le cayó la cabeza hacia
adelante, pesada, ebriamente, y su mano descansó en la mesa. El vampiro se quedó mirándolo
y su piel blanca adquirió un suave rojo luminoso. La piel de sus labios estaba oscura, casi como
para reflejar esa luz; y las venas de sus sienes y sus manos eran meras huellas en su piel; y
tenía el rostro juvenil y suave.
—¿... Moriré? —murmuró el muchacho cuando levantó la vista lentamente, con la boca
húmeda y contraída—. ¿Moriré? —gruñó con los labios temblorosos.
—No lo sé —dijo el vampiro, y sonrió.
El muchacho pareció a punto de decir algo más, pero la mano que descansaba en la mesa
resbaló hacia adelante y su cabeza cayó a un lado antes de que perdiera el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, el muchacho vio el sol. Llenaba la ventana desnuda y sucia y,
de este lado de su cara y su mano, estaba caliente. Por un momento, se quedó allí, con la cara
contra la mesa y entonces, con un gran esfuerzo, se enderezó, respiró profundamente y,
cerrando sus ojos, se llevó una mano al sitio donde el vampiro le había chupado la sangre.
Cuando por accidente su otra mano tocó la banda de metal de arriba del magnetófono, dejó
escapar un grito porque el metal estaba caliente.
Entonces se puso de pie, moviéndose torpemente, casi cayéndose, hasta que se apoyó con
ambas manos sobre la palangana blanca para lavarse. Rápidamente hizo girar el grifo, se echó
agua fría en la cara y se la secó con una toalla que colgaba de un clavo. Ahora respiraba
normalmente y se quedó inmóvil, mirándose en el espejo sin sostenerse en ninguna parte.
Luego miró su reloj. Fue como si el reloj lo sorprendiera, lo trajera más a la vida que el sol o el
agua. E hizo una búsqueda rápida por la habitación, por el pasillo y, al no encontrar nada ni a
nadie, volvió a sentarse en la silla. Entonces, sacando una libreta blanca del bolsillo y una
pluma, los colocó sobre la mesa y apretó el botón del magnetófono. La cinta volvió hacia atrás
rápidamente hasta que volvió a apretar. Cuando oyó la voz del vampiro, se inclinó hacia
adelante, escuchando con suma atención, luego apretó nuevamente, buscando otra parte, la
escuchó, pasó a otra. Pero entonces, por último, se le iluminó la cara mientras giraba la cinta y
la voz dijo con un tono modelado: «Era un anochecer muy caluroso y, tan pronto como lo vi en
Saint-Charles, me di cuenta de que tenía que ir a algún sitio...».
Y el chico anotó rápidamente.
«Lestat... cerca de la avenida Saint-Charles. Vieja casa ruinosa... Barrio pobre. Buscar rejas
oxidadas.»
Y entonces, guardando la libreta en su chaqueta, reunió las cintas en su portafolios junto
con el pequeño magnetófono y salió por el pasillo, deprisa, y bajó las escaleras hasta la calle,
donde, frente al bar de la esquina, tenía estacionado su coche.